lunes, 24 de mayo de 2021

QUEER

 



Queer
William S. Burroughs


    Siempre es un placer volver a la vida: en su justa medida, o en su injustificada irracionalidad. La beat generation, apartada del convencionalismo formal del arte y manifiestamente rebelde, introduce los intersticios del hombre (sus dimensiones más disonantes) en la visión generalizada de un mundo amplio, que sigue pareciendo sórdido pero que se encuadra perfectamente en un romanticismo burlón, agresivo, violento. De todo menos indolente. 
    Burroughs me impresionó con Yonqui, y me desafió con El almuerzo desnudo. Con él me pasa un poco como con Bukowski, que todas sus obras parecen capítulos de una gran observación interior. Las reflexiones están movidas por el estado de ánimo, por la invasión de las drogas y el alcohol, por los lugares más inhóspitos en mitad de la jungla urbana, por las gentes más caricaturizadas y, sin embargo, más reales del panorama literario de la modernidad, por la muerte que es la vida. 
    El tratamiento de la homosexualidad en esta novela, a pesar de su título, no es, a mi modo de entender, el objetivo prioritario del relato, sino que aborda, más bien, el tema de la inseguridad en el amor, de la búsqueda de un clavo al que aferrarse, de la soledad. Porque Lee está solo y navega en aguas procelosas (una expresión anticuada que me encanta) a bordo de una nave que hace aguas, cada dos por tres, pero que siempre sale a flote, entre golpes dolorosos de agua salada.
    El espacio es muy importante, a pesar de lo corto del relato, y es curioso cómo la luz y los contrastes de Méjico sirvieron a Burroughs, tanto como a Kerouac, no solo por el hecho de haber compartido episodios vivenciales y literarios, sino como soporte y marco de la voz de unos personajes enrarecidos hasta la turbidez. 
    Este tipo de lecturas: trepidantes, con mucho ritmo, vitales, verídicas diría yo, son amenas y profundas, a la vez. Quizá porque la vida de estos tipos lo merezca. Como aquellos héroes y caballeros: Garcilaso, Santillana, Calderón, Cervantes, Melville, etc., que llevaron la vida a extremos literarios, los hombres de la derruida civilización, caída en combate en Vietnam, arrasada por el capitalismo engañoso y por la, como siempre, inútil y vil acción política, se rebelaron frente al mundo con la consigna del amor y el deseo, del placer y el sentido último de las cosas. El pasado modernista siempre vuelve, el romanticismo se carga, siglo a siglo, de la estupidez del hombre. 
    Los hombres, cosificados, marionetas de la destrucción, abonan las calles con su mísero cuerpo orgánico, al tiempo que el ambiente de degradación, de putrefacción incluso, sirve para que surjan los sentimientos, como en las letras de Bob Dylan.
    Indiscutiblemente, es una sociedad moderna la que enfrenta Burroughs, con su habitual sentido de la bella grosería, de la palabra implacable y del ritmo. Hay una musicalidad que se enfrenta a los tópicos, una literatura cargada de verdad que puede asustar e, incluso, aturdir cuando sobrepasa las primeras reacciones e incide en lo sustantivo de su mensaje. En todo caso, se vislumbra cierta elegancia en los ademanes de Lee, en sus acciones sexuales, en su anhelo constante de una razón sólida para no acabar en el pozo del olvido. Los desiertos, los arrabales, la gran ciudad, los moteles, los bares sórdidos, la droga, los callejones húmedos parecen estar presentes continuamente. Hasta en los momentos más dulces o claros surgen actitudes que recuerdan el infierno dantesco en el que los individuos conviven.    Es un mundo de cucarachas donde el lector descubre que hasta las alimañas tienen corazón.
Un abrazo.

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