jueves, 10 de diciembre de 2020

LA ESCUELA DE LA CARNE

 



La escuela de la carne.
Yukio Mishima


    Como en el caso de Kawabata, la segunda revisión de Mishima, ya un clásico japonés, ha traído muy buenas sensaciones. Es un escritor curioso este, muy curioso. Se revela como un defensor del tradicionalismo japonés frente a la invasión del costumbrismo occidental, del revisionismo urbanita norteamericano, de lo extranjero como fuente de convivencia. Y, no obstante, novelas como esta y, la ya analizada en este blog, Confesiones de una máscara, colocan a Mishima entre los mejores novelistas "norteamericanos" que he leído.
    Si fuera español, escribiría guiones como Almodóvar; si fuera norteamericano, tendría mucho que ver con Gore Vidal, y así podríamos seguir un rato. Porque esta novela, que tiene un ritmo magnífico y unos personajes muy bien dotados, se mueve en esa falsa madurez del adulto occidental, entre el redescubrimiento de sí mismo y de sus miserias y verdades, y la dura realidad que arrincona la ilusión. El mundo de fuera, el que nos rodea, no es hostil hasta que no trata de ser cambiado, o aprovechado en favor de uno mismo. El resto del tiempo es un decorado que mantiene ocupados los ojos.
    Mishima, al borde de la locura fascista, fue un personaje muy curioso, cuya vida tiene más de novelesca que su propia obra. Es un escritor capaz de ahogar, como personaje, al hombre y, como no, a su producción. Este desequilibrio, orillado por el lector atento y voluntarioso, no puede ensombrecer el placer de la lectura de una obra tan maravillosa como esta (que yo me zampé en una tarde frente al fuego, en un momento de placer indescriptible). Han bastado dos obras para convertir a Mishima en una de mis lecturas preferidas, por su cercanía a la modernidad y, a la vez, por su cuestionamiento del ser humano, su claridad de pensamiento, su compleja simplicidad en las formas. 
    Su maestro, Kawabata, que se movía en márgenes mucho más oscuros y atemporales (en el sentido neutro de la simbología universal, casi teatral, de las relaciones humanas), se presenta como clásico en las formas y muy personal, en el fondo. A diferencia de este, Mishima vive en un mundo contemporáneo, traspasado de otras consideraciones morales, vertidas sobre las convicciones largamente arraigadas con el fin de degradar el mundo establecido. 
    Si conocemos la trágica historia de Mishima, sorprende la manera en que es capaz de comprender y ajustar los principios de esta nueva sociedad a su propia moralidad de samurai. Y esto es así porque, por encima de todo, este autor usa la observación como medio artístico, sin imponer un concepto o una ideología (como ocurre con los clásicos decimonónicos: véase Cecilia Böhl de Faber, a la que analizaremos seguidamente). O no, al menos, directamente sino, más bien, utilizando las pretensiones y los fracasos de los protagonistas como catarsis para el lector.
    La tragedia en Mishima está en el juego de las apariencias y la realidad, que va más allá de la simple mentira que puede ser, o no, una carga para la conciencia humana. Detiene, como ocurre en La de Bringas, de Galdós, el camino a la felicidad de las personas y las convierte en una marioneta de sí mismas. En algún momento, los personajes de Mishima, no obstante, se liberan de tan pesada carga, porque en su experiencia han encontrado el medio para dialogar con el problema de esa aceptación. Cuando consiguen superar la dialéctica de la culpa, obtienen el premio de la paz, como un Zaratustra que ha escalado a la más alta cumbre, desde donde mirar la ciudad con otros ojos más abiertos.
    Mishima es un enorme y prodigioso novelista que, independientemente del mito personal, debe ser leído para dejarse traspasar el alma. Como una droga venenosa que, en pequeñas dosis, produce una aletargada alucinación, casi un sueño, del que volvemos fortalecidos y embriagados.
¿A que mola?
Un abrazo.

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