sábado, 28 de noviembre de 2020

EL ROJO Y EL NEGRO

 


El rojo y el negro
Stendhal


    Hoy voy a cometer un sacrilegio. Visto lo visto, el canon literario supera toda aspiración de crítica racional y, mínimamente, comprometida con el arte. Esto significa que los críticos no podemos supeditarnos única y exclusivamente a la fenomenología del arte literario, es decir, a la contemplación ecuánime de lo que leemos y comprendemos de una lectura. ¿Por qué? Porque estamos condicionados por la historia literaria, de una u otra forma. No obstante, no afirmo que esto sea negativo sino que, en muchas ocasiones, constriñe nuestra capacidad de actualizar las lecturas y colocarlas en su justa medida.
    Si uno busca información sobre El rojo y el negro encontrará numerosas alabanzas, que la colocan entre las mejores novelas francesas de su época, influyente en todos los aspectos del realismo y en autores tan importantes como Tolstoi. Sin embargo, comparar a Stendhal con Tolstoi, con todos los respetos, es una estupidez supina. El ruso es un autor inconmensurable desde todos los puntos de vista y Stendhal, a su lado, un principiante: un principiante de los buenos, claro, pero un aprendiz al fin y al cabo.
    Cuando terminé de leer esta obra tuve la sensación de no haber disfrutado, de haber hecho un esfuerzo consciente por el respeto que me merece este autor y por lo que consiguió. Esto es algo, sin embargo, que no me gustaría escuchar de alguien que lea algo mío: que lo hace por respeto a mí, devoción (si esto se diera alguna vez) o admiración por lo que los demás dijeran de mi obra. ¿Por qué? Porque parece que las expectativas creadas son las que sostienen el valor de esta obra de arte, y eso no deja de ser una negación del hecho mismo, de su propia consistencia.
    El lenguaje de esta novela se aproxima mucho, como no podía ser de otro modo, a toda la novela realista: detalles, introspección, omnisciencia, pintura de la sociedad de su tiempo, psicología del personaje, etc. Todo con gran profusión de detalles y un enorme compromiso del escritor. Hasta aquí, nada nuevo. En otro plano, hemos de afirmar que, comparado con Víctor Hugo o con Alejandro Dumas, Stendhal no alcanza los niveles de circularidad y perfección de las grandes novelas, por mucho que la crítica la haya ensalzado hasta las cimas de la época. Me pasó con él un poco como con Henry James: caí en la decepción más absoluta tan comprobar lo que de verdad, o falta de ella, había en su obra. 
    No estoy aquí para desprestigiar al que muchos consideran un gran escritor, porque Stendhal es, sin dudar, un gran escritor, pero El rojo y el negro no posee la profundidad y autenticidad de Dostoyevski, la grandeza y el compromiso de Tolstoi, su naturalidad, la pasión de Víctor Hugo y la genética novelística de un Dumas. No tiene nada de eso y, por ello, lo suple con trabajo y una visión esquemática del entorno, pero tampoco es un Proust narrando, ni tiene la frialdad de Mann, ni la desenvoltura de Galdós. Es un grande, sí, pero de segunda fila, en mi opinión, alguien que merece su nombre por el esfuerzo artístico, del que saca partido hasta donde puede llegar su lenguaje: que es ramplón, en ocasiones, repetitivo y apocado, plomizo y previsible. 
    Si alguien quiere leer buena literatura de una época tan prolífica y fértil, Stendhal no es mi recomendación. Para dulcificar esta crítica, empero, creo que hay lectores que encontrarán ciertos aspectos interesantes y que reconocerán un espíritu de época inconfundible, lo cual, ya de por sí, es un logro. Stendhal es una lectura recomendable a tenor de lo que encontramos en las estanterías de novedades, pero no puede ser comparable a sus coetáneos en el orden en que los grandes libros especializados lo colocan. Es mi opinión, por supuesto, y no pasa de ahí. Ahora que lo pienso, tal vez lo que estoy haciendo es recomendar que los lectores se acerquen a él para desmentirme, lo que es un excelente ejercicio comparativo y reflexivo. Ya se sabe, los buenos lectores son más sabios, al fin, que los especialistas.
Un abrazo. 

sábado, 14 de noviembre de 2020

KIPLING FRENTE A SALGARI


Kipling frente a Salgari.


    La literatura occidental ha tratado la realidad de los "otros mundos" con una visión exótica y, en la mayoría de las ocasiones, desacertadamente pintoresca. Hay algo que dejó el rastro del romanticismo: la búsqueda de espacios de libertad, de civilizaciones y personas distintas. Suele ocurrir que la condescendencia de unos personajes sobre otros refleja, bien a las claras, el concepto de superioridad de ciertas naciones. Esto ocurre en el entorno cultural británico del siglo XIX, por ejemplo. Pero también encontramos visiones interiores caracterizadas por el tópico, el prejuicio, el folclorismo desarrapado (véase Estébanez Calderón, por ejemplo, y sus Escenas andaluzas).
    En general, lo exótico invita a la aventura, al descubrimiento de paisajes, a la vida al límite. Los individuos que pululan por los relatos de Rudyard Kipling tienen ese afán de superar las fronteras de su mundo, de construir el suyo propio a base de viajes y proyectos. Son personas que establecen un concepto de libertad extremadamente coherente y en los que subyace la infelicidad, el sentimiento nómada, el desarraigo. Ocurre en El hombre que pudo ser rey, relato que John Houston llevó al cine y cuyas almas inmortalizaron Sean Connery y Michael Caine. Ingleses en tierras de Oriente Medio o el choque cultural producido en las provincias de la India, nos transportan a los sonidos de los suburbios de las grandes y destartaladas ciudades orientales, el olor del opio, el sabor del agua enfangada, los ropajes, los colores de la seda...
    Ese choque, en Kipling, se congracia con el sentimiento de lo británico, aunque en ningún momento se muestra descaradamente despreciativo. Kipling no es Conrad, ya que no pretende enjuiciar a sus paisanos, pero sí ponerlos en apuros, hacer de ellos el símbolo de una fortaleza no entendida y descontextualizada. Los hombres "civilizados" lo son menos en tierras ajenas, donde ejercen de sí mismos y perecen engullidos por el medio natural y humano que les rodea. No obstante, yo destacaría el relato titulado Bala, bala, oveja negra donde se muestra la historia de hijos que han perdido su horizonte original. Ya no son cuerpos en mitad del campo de batalla o enfrentándose a los desafíos del terreno, son mentes intentando encajar el puesto en el mundo que les corresponde.
    Todo lo contrario ocurre con los personajes de Salgari. Ya lo vimos en El corsario negro, pero también en Los tigres de Mompracem y cualquiera de las aventuras de Sandokán. Indiscutiblemente, los piratas de Malasia sí saben a qué mundo pertenecen: mueren si su jefe se lo indica, matan por honor o por la palabra dada, roban y asaltan para agrandar la fama de su héroe y caudillo. Los civilizados son los "malos", los que coartan la libertad del pirata. Ya lo advirtió Espronceda: el pirata no tiene corsés. En tal caso, el mundo asiático y exótico de Salgari es un hogar mucho más reconocible, donde los que imponen su ley lo hacen bajo el sentido de la nobleza y un código interno de la soldadesca del mar. Son piratas en busca de aventuras, hombres que no rehúyen el encontronazo con los invasores: los ingleses, los españoles, los venidos del mundo poderoso. Sin embargo, como puede ocurrir con un explorador en la jungla, el tigre bengalí está en su territorio y es superior. 
    Kipling no es romántico, su literatura pertenece al decurso de una visión cada vez más cruda acerca del imperio británico, sin llegar a ser un ácido crítico. Emilio Salgari, por su parte, se pone del lado de los desconocidos y los eleva al rango de héroes históricos, personajes universales que vuelven a la vieja epopeya de los mares a dejar su impronta de siglos. El tiempo en Kipling va mostrándose como una carga que presiona a los personajes, mientras que en Salgari, directamente no existe. Sandokán navegará por los mares de Malasia hasta el fin de los tiempos.
    Esos mundos son el mismo mundo, pero el dolor que se trasluce de ellos no tiene el mismo significado. La claridad de los códigos vitales subyace a los hombres que quieren ser reyes en mitad de tierras tribales, jugándose el pellejo, y también a los piratas, que constantemente ponen en un brete sus propias capacidades de supervivencia. En un caso y en otro, ambos huyen hacia delante. Pero Kipling transforma el valor en ambición y Salgari lo hace coincidir con el honor personal y la solidaridad del grupo. Y eso, lógicamente, da dimensiones diferentes a los relatos.
    Kipling da la impresión de ser un caballero chapado a la antigua con el arrojo de un soldado, que no pierde las formas ni cuando sangra en el campo de batalla. A Salgari lo imaginamos vestido de túnica y turbante, blandiendo banderas y surcando mares. Ambos nos excitan la imaginación y nos proporcionan mundos increíbles que, aún, no han desaparecido y que pueden ser hollados, como vemos, de muy diferentes maneras.
Un abrazo. 
 

lunes, 9 de noviembre de 2020

MARK TWAIN FRENTE A HENRY JAMES


Mark Twain
frente a
Henry James


    Cuando el canon literario, por cuestiones que derivan de la construcción cultural de un país, en un contexto determinado: bien por rasgos de estilo o artísticos que son considerados de primer orden,  o bien basándose en corrientes de pensamiento de moda, establece que un artista o, en este caso, un escritor pasa a formar parte del olimpo de los privilegiados, el tiempo actúa como un rastrillo que va separando el grano de la paja, admitiendo dicho canon o denostándolo, con el paso de los años. De tal forma que autores como Echegaray han acabado en el cajón desastre del olvido y otros, como D. Luis de Góngora, han acabado reivindicados y actualizados. 
    Por lo tanto, las consabidas opiniones críticas de los expertos (entre los que, inmodestamente, incluyo parte de mis afirmaciones), deben ser revisadas con lupa y puestas en un brete. Su mayor o menor soporte nos dará la respuesta sobre dichas opiniones, de modo que podamos considerar si una obra ha traspasado los años con gran éxito (lo cual ya es un mérito incuestionable) y si, además, lo ha realizado con una impronta artística transversal (lo que, dicho sea de paso, constituye el eje central de una obra universal). 
    En la literatura en lengua inglesa, como en cualquier lengua, se han solidificado determinados nombres que son incuestionables o, por mejor decir, que el canon tradicional ha materializado como intocables. De ahí que resulte difícil poner en cuestión a ciertos autores, sin correr el riesgo de sufrir las burlas de parte de la crítica normalizada, basándose en innumerables artículos enciclopédicos sobre la bondad del susodicho autor. ¿Quién soy yo para hacer una crítica negativa de un totem literario? Puede llegar a pensarse.
    Este es un error que resulta contrario a la tendencia natural, y saludable, de establecer los conocimientos sobre los conocimientos, de pulir y erosionar aquello que se desgasta con una leve brisa del mar o comprobar, más bien, que es capaz de soportar tempestades furiosas. La piedra arenisca frente a la roca acantilada.
     Y esto me lleva al asunto en cuestión. En estos días he leído (me lo han prestado, puesto que no lo conocía) Wilson, el chiflado, de Mark Twain. Esta deliciosa obra, que solo puede ser considerada de carácter menor por su tamaño, insufla los vientos de la ironía a la innoble tradición histórica y racial del pueblo norteamericano. Twain, con un lenguaje que levanta el polvo del suelo y que provoca la risa, a la par que el desprecio y otros sentimientos parecidos, reelabora los mitos cotidianos de su país y critica, de una forma ácida y precisa los males de la incomprensión, las ideologías excluyentes y la cerrazón social e institucional. Lo hace llevado por su experiencia personal, por una agilidad narrativa incuestionable, por una maravillosa pedagogía que fluye desde la sutileza de una historia imaginativa y divertida, a la vez. 
    Por otra parte, Henry James, y su conocido relato Daisy Miller, se mueve en otros parámetros, aunque también comparte con Twain los secretos de una sociedad enquistada. James horada los cimientos de las relaciones sociales y de los modos de convivencia, en una falsa elegancia almidonada de caspa. Los personajes, al contrario de lo que pasa con Twain, no son abiertamente reveladores, sino que se mueven en la supuesta indiferencia, en el gesto superficial y en la palabra esperada. No hay grandes pasiones, pero sí seres trastocados y almas solitarias. 
    Tanto James como Mark Twain son dos escritores plenamente reconocidos que forman parte de la lista inevitable de nombres de la literatura en inglés. Ahora bien, esto no supone una equiparación mutua. Twain, en la línea de los grandes novelistas norteamericanos, tal vez por su contexto cultural y social, o tal vez por ese lenguaje desarraigado, en el fondo, consigue presagiar las sátiras del siglo XX, a John Kennedy Toole, y otros, las grandes tragedias revestidas de cotidianidad, de John Dos Passos, por ejemplo, o los argumentos de personas "invertidas" socialmente, como puede ser el caso de El ruido y la furia, de Faulkner. Hay, por lo tanto, una amalgama increíble de detalles y de anticipaciones en Twain que, para una persona leída, supone una colección impagable de matices. Y todo esto sin perder el norte y sin abundar en la palabra dada. Con un ritmo ágil y una manifiesta intención de entretenimiento y pedagogía, al modo horaciano.
    Sin embargo, Henry James es gris como buena parte de la cultura de su país. Esto no significa que sea una cultura menor, o que su literatura carezca de la calidad admitida, pero sí supone un enclaustramiento en formas de observación que no traspasan, en ningún caso, los límites de lo dado. Por supuesto, James se mimetiza en el mundo que critica y que observa, pero su voz acaba siendo aturdida, aburrida, plomiza. Probablemente, se dirá, hay algo de artificio planificado ahí, y ese es, precisamente, el efecto buscado. No lo pongo en duda. Sin embargo, otros autores han tratado estos temas con la misma profundidad, aligerando el peso de los espacios humanos, de los diálogos, de las formas, y consiguiendo sacar a flote el mismo objetivo con una menor sensación de aprisionamiento.
    James no ha envejecido de la misma manera que Twain. La modernidad del norteamericano le hace estar por encima, consiguiendo esta transversalidad que lo hace universal, como decíamos antes. Para Henry James, no obstante, ese límite queda lejano. No significa que en un tiempo venidero las ideologías lo pongan en un pedestal, otra vez, del que no ha caído nunca. Merecimientos no le faltan. No obstante, y siendo justos, hay que precisar que lo ideológico y lo social en James sigue estando a un nivel primigenio, que no sobrepasa un tipo de realismo algo frío, marmóreo.
    Queda a la opinión del público y tuya, como lector, evaluar esto. De todos modos, las dos lecturas son recomendables y lo son, en mi opinión, a la par, porque cuestionan cosas similares pero lo hacen de formas distintas. Y ese contraste, precisamente, es el que da una nueva perspectiva a nuestra lectura. Un ejercicio para tiempos de confinamiento y anhelo. Pensar y sentir.
Un abrazo. 


lunes, 2 de noviembre de 2020

EL HORROR DE DUNWICH

 



El horror de Dunwich
H. P. Lovecraft

    En los albores del siglo XXI la sorpresa provocada por el terror ficticio ya no lo es. Seguramente porque hemos perdido parte de la inocencia que se nos suponía, como civilización en desarrollo. O porque hemos agotado los numerosos resortes del artificio que provoca el miedo y que, repetido hasta la saciedad o modificado por las imágenes y la tecnología del cine, se vuelve previsible. Se puede provocar el miedo de la gente apelando al primitivismo, a la sensación de desnudez de la víctima frente al verdugo y, se dirá, el miedo es de carácter universal y atemporal. Cierto. 
    Posiblemente por esto, y aunque leer a Lovecraft provoca la sensación de estar ante una obra de arte anacrónica, que pertenece a otro contexto temporal cuyo lenguaje ha ido envejeciendo irremisiblemente, la eterna construcción solitaria del impacto sobre el lector, de lo desconocido, la construcción de lo amenazante y misterioso, perviven en el relato. Los espacios, los conductos de la imagen estereotipada o de las situaciones que colocan al personaje al borde de un abismo desconocido, son resortes, instrumentos del oficio, que Lovecraft maneja a la perfección. Podríamos añadir que en su literatura hay una aportación fundamental a la elaboración del subgénero de terror que, junto a Poe, el más excelso de ellos, da nombre a la literatura gótica. Y, en este sentido, hay elementos que sobrepasan la categorización localista de "relato de terror", y que nos abocan a una expresividad manifiestamente individual, al conjunto de situaciones y elaboraciones que enlazan con la poesía de Baudelaire, por ejemplo, el malditismo que luce desde el modernismo y las vanguardias. Ese punto de vista que retrae al sujeto más allá de lo racional y que invoca un eco cavernoso, sima de la historia y de la humanidad (léase, por ejemplo, las reseñas que hice en este blog sobre La caverna o Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, que hablan a las claras de esta animalidad primigenia del hombre). 
    En definitiva, Lovecraft decepciona si lo que se busca es una modernidad inquietante, de impacto brusco, de miedo tenso y continuado, logrando, sin embargo, una elegante y amenazadora realidad que traslada a los tiempos solitarios de la naturaleza olvidada de los pueblos, anterior a las civilizaciones y el reino de la razón.
    Lovecraft, revisado al calor del respeto literario, sigue siendo un autor imprescindible, una bisagra de los grandes nombres que, sin él, no habrían sido sostenidos o, ni siquiera, creados. El sustrato literario de los pueblos se llena de autores como este, que dan sentido a la literatura de todos los tiempos. Leer con cariño.
Un abrazo.


MIENTRAS AGONIZO

  Mientras agonizo William Faulkner          Cada vez que encuentro una obra de Faulkner en cualquier tienda de segunda mano, mercadillo, o...