miércoles, 9 de septiembre de 2020

PAÍS DE NIEVE

 


País de nieve
Yasunari Kawabata


     Los escritores japoneses son constructores del paisaje. Por encima de todo, crean escenas que transmiten al lector, elemento a elemento, los ambientes que condicionan la vida de los personajes. Los individuos se sienten movidos por el clima, los colores, los animales, las plantas o la simbología de los gestos, las palabras, que también componen un marco humano de actuación. Ocurre que en la tradición novelística japonesa coinciden algunos de los postulados que antropólogos e historiadores atribuyen a los seres humanos, agrupados en civilizaciones: la resultante de nuestras personalidades culturales tiene que ver, intrínsecamente, con el mundo en el que nos movemos, con la tierra que habitamos. Y es por esto que la novela japonesa transita teatralmente por la postura del individuo, las miradas, el cuadro repentino que surge de lo que rodea a los protagonistas. 
     Toda esta carga simbólica, traducida a la cultura occidental, tiene otro dinamismo porque en Japón, en su arte al menos, el tiempo es estanco: los años parecen pasar como una brisa que apenas mueve las hojas. Todo es universal, intransferible de cada lugar y, por supuesto, inamovible, perteneciente a su propia razón de ser. 
     Kawabata acaricia la imaginación del lector con las sedosas palabras, con la histriónica visión de la mujer que ama, esclava de un amor inconveniente frente al silencio del amante que, como estatua de sal, contempla la película de los hechos, la piel que se desliza sin dejar honda huella. Esta novela es la historia de una pasión que no quema, de un amor que no arrastra, de una belleza que no invade. La geisha y el cliente, que nunca se sabe si huye de su matrimonio o, simplemente, acude a un lugar de contemplación; dos seres que se persiguen con los años pero cuyo fin es su propia esencia.
     En esta historia se arrebatan los sentimientos encontrados de ese laberinto que es el descubrimiento y la negación del mismo, hechos que se superponen cuando la verdad social se enfrenta a un deseo no correspondido, o una fantasía llevada a cabo. El hombre que ama la belleza, la incognoscible y palpitante sexualidad callada de una mujer que añora sus brazos, pero que es incapaz de amarla a ella, a la insignificante chiquilla que está encerrada en la miseria de una vida dependiente. Alrededor de ellos un mundo asolado, enterrado en la nieve, que se derrumba (algo que descubriremos en la escena final) y donde sus habitantes están condenados al olvido y la desolación. Porque de esos dos mundos, el de Shimamura y el de Komako, el del primero acabará circulando por su temporalidad, como un tren que ignora lo que deja atrás (igual que el rostro de la chica en aquella estación y su recuerdo borroso), mientras que el de ella, aposentado sobre las colinas plateadas, rezumará de su solitaria estampa. Ese mundo de belleza arrinconada espera la llegada del observador, de esos Shimamura que, de cuando en cuando, escapan al origen con la esperanza de que sus corazones se enternezcan o, tal vez, que el amor resida un instante para dar luz al sueño eterno de lo permanente. 
     Con una prosa bella, inusitada, inexplicable a veces para un occidental, por sus giros y por sus escenas, maravillosamente estáticas, Kawabata nos hace transitar al mundo de las nieves, las geishas, las tradiciones del Japón y, sobre todo, al mundo de un arrabal que, en nuestras realidades es sorprendentemente sórdido y mísero y que, en el escenario oriental descrito, rezuma color, olor y belleza. Un viaje maravilloso por un amor desgraciado.
Un abrazo.

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