domingo, 14 de junio de 2020

ULISES


James Joyce | Ulysses (1922) | Artsy

Ulises
James Joyce


     El Everest de la literatura moderna está construido como una sátira del amor, el sexo, la intelectualidad y los valores de la civilización occidental. Estuve en Dublín hace años, visitando el sitio donde, se supone, empieza la odisea de 24 horas de Leopold Bloom y Stephen Dedalus por la ciudad. Una odisea que tiene evidentes conexiones intertextuales con la obra de Homero y que, de algún modo, actualizan el poema griego. Los personajes que se derrotan y son derrotados, andan cargados de vocabulario, conformando un laboratorio del lenguaje. El propio Joyce advirtió de que este juego personal, casi como una broma pesada, iba dirigido al público y a la crítica. Como un desafío que demostrase que la calidad del arte podía enmascararse, hasta el punto de deformar todo parecido con lo conocido. 
     Nadie puede arrogarse la habilidad de conocer esta obra a fondo. En primer lugar, porque habría que leerla en su lengua original, dominando el inglés como lengua materna y, en especial, los giros del lenguaje coloquial que los personajes usan en sus diálogos. En segundo lugar, porque el monólogo interior alcanza su máxima expresión (y en Finnegans Wake) en esta obra. En tercer lugar, porque hay numerosas referencias autobiográficas que nunca acaban de dominarse del todo, puesto que solo pueden conocerse tangencialmente. Y, por supuesto, por su estructura entreverada de miles de imágenes, de composiciones de todo orden.
     Por lo tanto, leer el Ulysses es una labor, en principio, casi imposible. Está escrita para que nadie la diseccione y, curiosamente, la crítica se ha pasado cien años estudiándola (y lo que le queda). Su complejidad es, ante todo, divertida, porque, a través de ella, el mundo de Dublín parece reducido al espacio de un cuarto de estar y los personajes parecen haber convivido con el lector, compartir con ellos intimidades, olores, sensaciones de todo tipo. 
     La sexualidad recorre latente todo el argumento. De alguna manera, se persigue la observación de comportamientos enfermizos y relaciones que se equilibran en la mentira, en el engaño o en la impostura. Los héroes modernos de esta novela son los antihéroes de la sociedad del siglo XX, una especie de continuación de los bohemios y una reafirmación de la creatividad. Del mismo modo, existe una especie de incompatibilidad entre la libertad del hombre, entendida como una exaltación, y la sociedad que el hombre construye sobre el llamado progreso, el concepto de civilización, las instituciones familiares. 
     Otro aspecto importante es el lenguaje. Porque, de una forma modernista, diríamos, el lenguaje constituye el centro de esta obra de arte. No solo por la abundancia del léxico y la búsqueda de una amplitud comunicativa y conceptual, sino por la voluntad de hacer del mismo una herramienta de liberación de la mente. El monólogo interior, la conciencia que habla, la mente desordenada que se agarra a una cadena de letras, se muestran desnudos, dejando al lector frente a un mapa codificado de los sentimientos humanos, del origen de todo pensamiento, de la individualidad más irracional. Porque el hombre es, en el fondo, producto de un caos, de esa irracionalidad que trata de comunicarse. Curiosamente, tanta palabrería deja un poso de todo lo contrario, porque la incomunicación es una ley de las relaciones humanas y Joyce lo expresa muy bien, sin decirlo expresamente.
     De aquella visita a Dublín, a aquel sitio para turistas que, como buenos irlandeses, habían transformado en un templo del mercantilismo, me quedó la sensación de la humedad, de las paredes ennegrecidas, del recogimiento de los portales, del despacho de Joyce (casi como una celda conventual), del olor del alcohol, de las tabernas, de la prostitución, de la irredenta voluntad del hombre de ser libre, innegable, fuerte en su incertidumbre.
     Los mujeres, curiosamente, son dominadoras porque, aunque la sociedad les hace permanecer en un lugar oculto o secundario, la sordidez las hace navegar en una motivación individual que supera todo obstáculo, que, en la intimidad, desaparece, aflorando una fuerza interna, sutil, que agudiza la dependencia del sujeto masculino. Es por ello que la sexualidad, como ocurrirá en Henry Miller o en Bukowski, es el lenguaje en el que se entienden las dolencias y los traumas, los deseos y las voluntades, el pasado y el mañana.
     En esta categoría, Ulises ocupa un lugar esencial y especial. Se trata, sin duda, de la obra más difícil que he leído, a la que vuelvo de vez en cuando, de la que siempre descubro algo. Como un códice arameo anterior a Cristo, como un papiro del antiguo Egipto, o como un código programado para un robot del siglo XXII, Joyce pone en manos del lector una obra inacabable, inaprehensible, de la que los buenos aficionados a la lectura, o al pensamiento, o al ser humano, beben a lo largo de sus vidas, a tragos cortos, para ir asimilando uno de los licores más exquisitos, pero más indigestos que se hayan podido ofrecer.
     Recomendable para quien, ya entrenado, desea ponerse a prueba periódicamente. Una obra imprescindible para que alguien que, alguna vez, ha existido pueda medir la capacidad de su raza humana para crear y para expresar. Si alguien viene del espacio lejano a visitarnos, leyendo Ulises puede, quizá, llegar a entender las contradicciones del hombre o, cuando menos, llegar a conocerlas.
Absolutamente maravillosa. Consumir con precaución. 
Un abrazo. 

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