martes, 23 de junio de 2020

EL RODABALLO



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El rodaballo
Günter Grass


     Durante muchos años, leer esta novela fue un reto importante para mí. Seguramente, ha sido una de las obras más costosas y, a la vez, más placentera de abordar. Primero, por su lenguaje vivo, dinámico, demorado en la belleza, en sus múltiples dimensiones, como si prendiera en él la vida entera. Segundo, por su erudición, que te transporta de época en época, de personajes, de costumbres, de ritos, de creencias. Tercero, por la cantidad de cuestiones que plantea: reflexiones de todo tipo dentro del marco de la civilización occidental, con una mirada irónica, como parodiando nuestra propia alma de pueblo.
     La tuve que dejar tres veces, cuando ya había leído más de doscientas páginas, decepcionado por mi incapacidad para seguir y para aprehender lo que se me contaba. Pero en ningún momento tuve la sensación (como si me pasó con Joyce) de que el mundo de Grass se me volvía ajeno. Porque lo que se contaba, de una u otra forma, era indiscutiblemente parte de mi acervo personal, como habitante de la vieja Europa. Esta novela nos retrotrae a los orígenes, pero nos hace, a su vez, partícipes de toda una cultura colectiva de la que, sin ambages, formamos parte.
     Günter Grass es conocidísimo por El tambor de hojalata. Su forma de abordar la Historia como un concepto abierto, y de enraizarlo en la crítica más acerada hacia nuestro modo de vida y pensamiento colectivo, es un ejercicio de honestidad intelectual y artística. En esta novela presenta una parodia, una fábula, donde la mujer es el centro del universo mismo (siempre lo fue) y donde los grandes enigmas de las relaciones humanas quedan al descubierto. De una forma humorística, cervantina, profundamente folclórica, en el sentido más integral del término, exuda literatura.
     La fábula del pescador y el pez, del enfrentamiento entre la pregunta, el alma, y el individuo, como una voz que domina el pensamiento del hombre, está plasmando las sensaciones de aislamiento, de soledad frente a la existencia, pero también la divergencia que crea la Historia, que está construyendo un mundo artificial sobre deseos no correspondidos y horizontes no hollados.
     Grass entiende que el hombre, en su continua búsqueda, va creando un camino que no lleva a ninguna parte, pero donde las explicaciones circundan el recorrido, dando sostén a cada paso que damos, enlazando unas personas con otras, unos y otros pensamientos que, en el fondo, tratan de evadir esa soledad caótica y certera.
     Aunque he comenzado anunciando la dificultad de su lectura, aclaro: no se trata de un libro aburrido (denso, sí), ni de un tostón acomplejado, sino de una obra graciosa y libre, prendida de maestría, sabia. Las mujeres de la Historia se explican a través de la cocina, de las múltiples maneras de elaborar la materia para ser consumida. Sus detalles culinarios son precisos, entretenidos, desbordantes. Son un placer para el oído y la imaginación. Sus descripciones, la forma de sintetizar los hechos famosos, o los desastres cotidianos, nos trasladan a un mundo que es nuestro mundo, el que ya creíamos olvidado y que está en nuestros nombres, en la etimología de las cosas, en el trazado antiguo de las calles, en las costumbres, en el habla.
     En las conquistas, las revoluciones, en los diferentes hitos, aparece tu madre, nuestra madre, la amante, la mujer que nos aguarda, la hermana, la mujer independiente, la solitaria, el alma de la mujer que engaña al hombre, la que ama, la artista, la pensadora: Doris Lessing, Juana de Arco, Hypatia, Margaret Thatcher, Marie Curie, Aretha Franklin, Isabel la Católica, la prostituta de la esquina, la inmigrante que trabaja en el campo o la que cuida enfermos y ancianos, la maestra de escuela, la viuda negra, la empresaria... la Historia queda escrita sobre el mosaico que, una vez, pintó Courbet en el sexo femenino. Grass escribe sobre la desnudez de un cuerpo de mujer.
     Este es un libro que debería estar en toda biblioteca que se precie y al que hemos de volver, de vez en cuando, para finalizar un camino que, seguramente, habremos de volver a empezar. Indefinidamente.
Un abrazo. 


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