domingo, 5 de abril de 2020

EL PROCESO

El laberinto del verdugo: Franz Kafka. El Proceso. Comenta: José ...

EL PROCESO
Franz Kafka


     No hay un escritor que haya marcado, de forma más característica, el desarrollo de la novela en el siglo XX que Franz Kafka. Por encima de los experimentos artísticos de Joyce o Woolf, por encima de la visión bergsoniana del tiempo de un Proust, o del lenguaje de Faulkner, Kafka marca un estilo de prosa que sobrepasa los límites de lo conocido hasta su llegada.
     Muchos lectores identifican lo kafkiano con lo complejo, lo indescifrable o lo ilógico. Pero leer a Kafka es aceptar que la palabra puede ser sencilla, y que el laberinto comienza en uno mismo. A través de su historia observamos en lo que nos hemos convertido: en individuos alienados por un orden social inhumano, en números de una especie en extinción. La deshumanización que podíamos intuir en El extranjero, de Albert Camus, aparece ya en Kafka como una visión universal, cotidiana, del día a día, donde todos somos culpables de algo, aunque no lo sepamos. Todo lo que Raskolnikov vivía en Crimen y castigo, de Dostoievsky, acaba siendo el café del desayuno, la visita de un par de desconocidos que representan al gobierno, una situación embarazosa, una pregunta que se queda levitando en el aire.

     He escogido este como primer desafío para vosotros porque considero que Kafka es un lector imprescindible, ineludible, en la novela moderna y en la historia de la literatura. No leer a Kafka es no tener acceso a la palabra perfectamente construida, a la laboriosidad de lo irreal, que es real a un tiempo. Empezamos a leer como si nada, entendiendo que suceden cosas que no deberían suceder, pero que no son un sueño, y vemos cómo el protagonista se va hundiendo, poco a poco, en sus propios miedos, producto de su propia negación. El entorno constriñe al ser humano, sí, pero es el propio ser el que se niega, porque no tiene sentido revelarse o porque, simplemente, acepta que lo negativo es el ser mismo. Otros autores, como Jean Paul Sartre en El ser y la nada, tratarán este tema desde un punto de vista mucho más filosófico, con una metodología más formal. Pero lo que hace Kafka va, indudablemente, al corazón y la cabeza del lector, y deja una huella muy profunda.

     Debéis leer a Kafka. Y debéis hacerlo comprendiendo que era un judío, germano hablante, en Checoslovaquia. En una época, heredera del imperio austrohúngaro (satirizada en Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, que es como el Quijote checo) donde Kafka, como abogado laboralista praguense, es un burgués percibido como extraño en un país donde lo extraño es propio, y donde lo ajeno anida en la tradición de su historia. Extranjero de todas las patrias, Kafka murió antes de que los campos de concentración se lo llevasen (algo que sí paso con sus queridas hermanas). La desgracia hizo que buena parte de su obra (la mayoría) la quemaran los nazis, pero Max Brod salvó lo que hoy está disponible (aunque, asustado por su modernidad, "retocó" algunos párrafos). De la misma manera, Orson Welles hizo una magnífica adaptación de esta novela que protagonizó, un no menos magnifico, Anthony Perkins.

     La opresión que convierte al hombre en un insecto (que ya intuíamos en La metamorfosis, título mal traducido, debería llamarse La transformación) alteraba a las damas que asistían a las lecturas públicas en el salón de los espejos (hoy desaparecido) del hotel modernista Europa, que aún se puede ver enhiesto en medio de la plaza Wenceslao de Praga. Hoy, también el lector se ve mermado en sus convicciones al leer El proceso, y no es raro que pueda dudar de sus relaciones humanas, de su significado dentro de la sociedad, de la sociedad misma o del futuro.

     El protagonista de la novela huye, pero no sabe hacia dónde ni por qué, pero huye. Su reacción, de un animalismo urbano muy acusado (que parece reproducirse en cualquier situación de emergencia, como la de estos días con el COVID-19), es la de sentirse víctima y verdugo, de esconder las supuestas culpas que otros le atribuyen, otros que son desconocidos para él, que viven en un mundo que no es el suyo pero que deciden cómo tiene que ser y cómo tiene que definirse.
     Curiosamente, el mundo de El proceso está continuamente lastrado por la palabra, la palabra es la realidad, lo que bulle en la mente del personaje y lo que acaba dándonos la visión de las cosas. No es la realidad la que permanece, es la palabra (como siempre ha sido, por otra parte), aportándonos una convicción muy precisa: no importa lo que hayas hecho en la vida, siempre eres culpable.

     El lector aceptará la culpa, de un modo u otro, y entenderá que la destrucción del mundo de los hombres, por parte de estos mismos, no es un cataclismo universal, no es una hecatombe programada, es una cotidianidad, es un devenir cotidiano que nos ha encarcelado hasta convertirnos en lo que somos: sombras.

     La alegoría le sirve a Kafka para enmarcar un cierto simbolismo, pero Kafka no es Joyce. Su lectura es ágil y rápida, no parece llevar a ningún sitio (como en los laberintos), y va introduciendo al lector en espacios de los que, poco a poco, no podrá salir, porque no hay salida.
     Quien no haya leído a Kafka hasta ahora porque crea que es una lectura compleja, densa, ampliada, se equivoca: Kafka llega a nosotros desde la sencillez, desde la armonía del vacío, del diálogo absurdo, de los personajes irrealizados, desdibujados, abstraídos en pequeños detalles. Los pequeños detalles lo llenan todo, la palabra se concentra en sí misma y, a su vez, los cuentos, las tradiciones, las alegorías, preñan, de alguna manera, el contenido estético.

     Pero hay una vacuidad en la vida del personaje, en el cronotopo de la obra: espacios y tiempos que no parecen salir de la ciudad, pero que vuelan a otros mundos deseados. Este protagonista no es muy distinto de los de Djuna Barnes o Dos Passos, pero concentra los grandes males que hemos ido aceptando entre todos.

     Una reflexión brillante, humana, universal, que traspasó la razón de los libros y que se personalizó en los campos de concentración nazis, en los gulags soviéticos, en la guerra y en el capitalismo desbordante que lo llenó todo durante los años de la guerra fría. Kafka fue un visionario y un retratista fundamental del tiempo que vivimos, que aún vivimos. Leerlo, con paciencia y con gusto, es un placer inconmensurable que yo envidio a quien, todavía, no ha tenido la oportunidad de degustar por primera vez la que, ya para siempre, se convirtió en mi obra de cabecera.

     A disfrutarla.




2 comentarios:

  1. La frase que más destaco de este impresionante artículo es: "Pero leer a Kafka es aceptar que la palabra puede ser sencilla, y que el laberinto comienza en uno mismo". Me quito el sombrero !!

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  2. Después de este artículo se puede leer a Kafka de otra manera. Muy original e instructivo. Gracias.

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