martes, 3 de mayo de 2022

UN ARCÁNGEL MANCHADO DE HOLLÍN

 


Un arcángel manchado de hollín
Ana Blandiana


    Ha sido una coincidencia no buscada, esta de leer a dos autores rumanos consecutivamente. Sin embargo, hay, lógicamente, coincidencias que resultan muy esclarecedoras. La historia de este país, a mitad de camino entre el mundo eslavo y el románico, se mueve entre la miseria de la dictadura, los años de dolor y ausencia y el resurgimiento de la democracia y las voces iluminadas. Ana Blandiana, como Cartarescu, al que ya vimos anteriormente, supone la construcción de una estas voces. 
    Su poesía es un terruño de sujetos y objetos, de paisajes e imágenes que surgen de la necesidad de respirar, en un mundo claustrofóbico y acabado. Las autoras como ella, que nadan en la lucidez y en la pasión, pueden dirigirse con libertad, a costa de que su palabra sea crucificada. Pero una inteligencia superior no se arredra jamás. 
    Hay mucha cotidianidad en sus versos, unas formas ligeras y amables que se superponen a las ideas más universales, cargadas de verdad y de sustancia humana, como siempre ocurre con la poesía inmortal. Inacabada, por antonomasia, ya que horada los caminos de la búsqueda eterna, la poesía blandiana, de todos modos, reelabora los caminos de la pregunta por el sentido de las cosas. Hay humanidad en su voz, mucha y muy directa, que no juega fácilmente con la abstracción o el sentimentalismo, sino que se consagra en su propia mirada, en el recuerdo, en aquellas cosas, edificios, calles, personas, oficios, que la autora vivió de primera mano. 
    Por eso, escucharla es como experimentar un cuento contado por la abuela, o una aventura narrada por un desconocido: nos adentra en la sensación del otro, dentro de un mundo circular, completo y limitado al que pertenecían personas, seres de todas las formas y caricaturas que han ido creciendo al albur de los hechos demenciales. 
    Más allá de la retórica propia de la poesía, Blandiana es un ángel que toca los pechos de los lectores, con un verso enraizado en la propia carne del pueblo, al que pertenece. Por eso no se siente ajena, en ningún momento, o endiosada, sino cercana. Una vecina del edificio que nos lee antes de dormir o que susurra mientras tomamos café, aislados del mal de las calles. El paraíso que ilumina pero que, en sí mismo, se ha manchado las manos del hollín mísero de nuestra especie. Conciencia sobre conciencia. 
Un abrazo. 

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