lunes, 13 de septiembre de 2021

EL TAMBOR DE HOJALATA

 




El tambor de hojalata
Günter Grass


     La odisea del mundo en su devenir, el mundo de los hombres por supuesto, constituye el gran marco de las memorias del pequeño Oskar, aquel que decidió no crecer, y que en la lengua policromada de Grass es como la fábula de la destrucción del hombre. Hemos leído en Joyce, en Barnes, en Martín-Santos, en Kafka o en Bolaño cómo el perfil de la raza humana se manifiesta en toda su crudeza a través de la historia. O cómo la autodestrucción y la irracionalidad campan a sus anchas, en la llamada civilización (véase John Dos Passos o William Faulkner) y en los contextos naturales donde el hombre es devorado por el entorno (véase José Eustasio Rivera). 
     Para un lector poco avezado, o poco acostumbrado a estos episodios épicos de la novela cotidiana, Günter Grass puede resultar indigesto o excesivamente sazonado por los múltiples detalles descriptivos e, incluso, por la animalidad con la que contrasta la belleza sentimental de la más tierna cercanía y familiaridad de muchos de sus personajes.
     Ya me referí a El rodaballo como una de mis lecturas predilectas, aunque más difíciles, pero lo que tengo claro es que leer a este autor alemán, que trabajó antes en los cementerios que en los escritorios, es una obligación para todo aquel que se considera y llama lector.
     La hermosura de su prosa es raramente pronunciable, puesto que abarca una incipiente personalidad germana que es atípica frente al estereotipo general. La Alemania de Grass no es un imperio vencedor, ni una maquinaria económica, ni un muro pétreo de perfección, sino una tierra ignota, decadente aunque, en el fondo, delicadamente humana.
     A Grass le interesa mucho el período nazi y, cómo no, las consecuencias que produjo la Segunda Guerra Mundial en su nación o, lo que es lo mismo, en las personas que vivían en su nación. Y de ello se deduce que el personaje central decide no crecer, revelarse frente al mundo y frente a las circunstancias que le obligan a pertenecer a él, refugiarse en las faldas de las mujeres, en el sexo, en la supervivencia, en la oscuridad de su propia mente que va, poco a poco, reduciéndose a la miel de la felicidad entre la palpable muerte.
    Oskar me recuerda un poco a uno de los personajes de The sound and the fury, y también a algunos de los que pululan por la famosa novela de Ken Kesey, Alguien voló sobre el nido del cuco. Sin embargo, diríamos que esa forma de racionalizar el mundo, desde la incompleta visión de un cerebro bloqueado al dolor, puede tener paralelismos con La montaña mágica o con algunos otros ejercicios del monólogo interior.
     Técnicas aparte, el mundo de la Europa destruida, desamueblada, en cenizas, es el mismo en el que la violación, la muerte, el nacimiento, los asesinatos, la locura, los juegos, el querer o la desesperanza bailan como una danza inacabable que es observada desde los ojos de un falso niño. Un niño que es un invento de sí mismo, una amputación del hombre que no desea ser. La capacidad de bloqueo del ejercicio automático del cerebro es, ha sido siempre, la forma de protección del dolor.
     Grass muestra la necesidad de tener un horizonte frente a la ansiedad de la existencia. En ocasiones, la lectura nos hace olvidar que todo lo que ocurre allí es horrible, en sí mismo, aunque veteado por la positiva existencia del amor, que parece lo único capaz de alterar el curso de los acontecimientos: una tabla de salvación en medio del océano.
    Este maravilloso autor, que crea un universo en sí mismo, como lo hicieron García Márquez, Galdós o Tolkien, contiene el mundo y sus habitantes y en su estilo se observan, como en una cúpula renacentista, los ecos de la huella del tiempo, los hechos encadenados, la migración de las almas hacia el fin, la construcción de la vida.
     Es difícil colocar a Günter Grass en un reducido esquema novelístico: no existe margen en su obra, puesto que es inabarcable y dinámica, viva y luciente. Ni existe un escritor como él.
Un abrazo.


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