domingo, 25 de octubre de 2020

CONFESIONES DE UNA MÁSCARA

 


Confesiones de una máscara
Yukio Mishima


    Corrientemente, las personas vamos construyendo nuestra personalidad a lo largo de los años. La máxima griega del "conócete a ti mismo" atormenta a adolescentes, sobre todo, pero también a adultos, que pagan con sus frustraciones la imposibilidad de avanzar en un universo sin referencias. Las consecuencias de no aceptarse a sí mismos son graves, y alcanzan a las personas que rodean al sujeto, cambiando, de alguna forma, el estilo de vida de muchos de ellos. En realidad, somos seres frágiles en manos de mentes inexpertas y, lamentablemente, solo la vejez y la madurez personal nos transforman en hombres, en el sentido más ontológico de la palabra.
    Al estilo de André Gide, Mishima nos descubre el alma desnuda de un ser sin cabeza, arrebujado en la idea de la muerte, como de un escape de la presión interior (algo muy culturalmente japonés). El erotismo de la desaparición se entremezcla con la atracción homosexual, que es como un nuevo modo de morir en una sociedad vacía, que lo impregna todo de inhumanidad. El personaje central va capeando el temporal, pero lo que hace son parches para salir del paso. Su auténtico pozo sigue sin llenar, y se refleja como un pobre vagabundo que persigue un sueño inalcanzable: el de parecer ser lo que no se es. La impostura mata, quede claro. Pero la sinceridad produce un dolor que no todo el mundo es capaz de soportar, y mucho menos de superar.
    Las obras de este jaez constituyen un análisis dinámico y flexible de mentalidades enajenadas. Las personas que sufren este tipo de dramas de alta intensidad, lo hacen bajo el dominio de un paisaje de consternación o de teatralización. Y esta última es la que ofrece mayor juego. Porque, de todos modos, la sociedad es un teatro del mundo donde nos movemos con mayor o menor soltura. Al fin y al cabo, todos, en alguna ocasión, hemos impostado lo que no somos: al intentar ligar, al vendernos a las empresas por un puesto de trabajo, al decir cuáles son nuestro méritos, o al ofrecer nuestra existencia como una autojustificación. En tal caso, este hombre no es culpable de querer apropiarse de Sonoko, como si fuera un objeto de salvación. Pero el amor es algo mucho más profundo y requiere renuncias y derrotas que este individuo no es capaz de llevar a efecto.
    La manera en que Mishima llegó al mundo de la literatura le consagró como un observador muy destacado. Y esta es una importante virtud en un escritor. Es capaz de pasar por la adolescencia y crecimiento del personaje como con guante de seda, sin herir la sensibilidad del lector, y sin zaherir al propio objeto de análisis. Su literatura, como buen japonés, es sutil en ocasiones y cruda, en el fondo mismo del asunto. Sin embargo, la sensibilidad que demuestra abarca los intersticios de la personalidad humana que, no siempre, son bien reflejados en otro libros al uso.
    Más que una recomendación, Mishima nos lega una auténtica conversación, un tema del que sacar partido frente a un café en una tarde de domingo. Da para eso y mucho más.
Un abrazo. 


martes, 13 de octubre de 2020

LITERATURA DE MIERDA

 



Literatura de mierda

    La actitud en la lectura, como en la vida, a veces lo es todo. Desde que comencé este blog he intentado convencer a mis pocos seguidores del porqué de esta vieja actividad. Tal vez haya quien siga creyendo que este es un espacio de recomendaciones, como tantos otros. No dará en el clavo de la intención, entonces. Me dirijo a vosotros con el convencimiento de que todo el mundo tiene buenas intenciones al coger un libro. De hecho, ya me hace feliz que alguien se acuerde de hacerlo solo por el placer de dedicar un tiempo de su vida a leer. Pero no olvidemos, y ya hice hincapié en su momento, que no se puede consumir cualquier cosa, ni hacerlo compulsivamente. Los hay, también, que cultivan el postureo, o que se esclavizan de ciertos títulos porque lo marca el canon literario: tenemos la obligación de leer libros imprescindibles. Habremos visto títulos como ese: "los cien libros que no puedes dejar de leer antes de morir", y cosas por el estilo.
    Yo soy de los que creen en el valor de los clásicos, en lo que aportan, en la calidad que supone que se hayan ganado ese apelativo, que llega a ser categoría y que se transmite a lo largo de los siglos. Sin embargo, leer por leer o con un objetivo que no sea el interés, el placer o la intensidad que provocan las buenas historias o las ideas profundas, no es nada, en el fondo.
    Este fin de semana, aprovechando el puente del día de la Hispanidad, María estuvo en la provincia de Cádiz para una reunión familiar. Estando en Jerez pasó por la librería "Libros El laberinto" y tuvo el detalle (como siempre tiene conmigo) de comprarme un ejemplar de Henry Miller: Leer en el retrete. Ya hasta el título despierta la atención. Resulta que el dueño de la librería es un señor que compite en el programa de televisión Boom, donde hay que tener cierta agilidad mental y memoria, y haberse empollado buena parte de la enciclopedia Larousse. Pues bien, le recomendaron este minúsculo y elegante ejemplar de una obra secundaria, casi un entretenimiento, del genial Miller, uno de mis escritores preferidos. Acaban de reeditarlo, porque estaba descatalogado, así que miel sobre hojuelas. Un descubrimiento.
    Lo cierto es que el librito es una reflexión sobre el acto de leer que coincide con muchas de las cosas que suelo decir al respecto, y me ha parecido oportuno recomendarlo. Condensa, de algún modo, algunos aspectos interesantes de lo que de ello se puede decir. Entre otras cosas, que la manía de leer cosas insustanciales supone una forma de perder el tiempo o, mejor, de contaminar los sueños que construyen nuestro modelo literario: el que vamos elaborando con los años y con las inquietudes que nos mueven. Leer por leer, en el sentido superficial del término, es un daño innecesario y hacerlo porque alguien cree que debes hacerlo, también. Este pensamiento remite a la libertad del individuo, pero también al sentido crítico del mismo, a su responsabilidad. 
    Cuando leemos, al igual que cuando opinamos, desentrañamos lo que llevamos en el vientre, lo movemos para ponerlo en funcionamiento, del mismo modo que cuando visitamos el WC. Y no hay nada de extraño en comparar, de forma quevedesca, lo escatológico con lo intelectual, puesto que el auténtico ser ha de tener el cuerpo sano, despejado y evacuado para poder rendir al máximo. De ahí que lo primero sea lo primero.
    Sin embargo, utilizar la literatura para nada que no sea leer por leer, en el sentido más intenso de la palabra, es como oír sin escuchar, atender sin comprender, querer sin amar. Y, visto lo visto, hemos llegado a punto de la involución del hombre (no lo puedo llamar de otro modo), en el que las generaciones venideras leerán como el que consume un sandwich mientras camina rápido hacia el metro, o como el que asiste a un concierto y se pasa todo el rato grabando con el móvil, mientras la vida transcurre sin que él o ella se percate. 
    Debe ser el signo de los tiempos. A lo mejor la lectura debería ser otra cosa para el hombre del futuro. Esto también se lo pregunta Miller. Pero, sin duda, aunque desaparecieran El Quijote o El proceso, nadie entendería que el sentido íntimo de la lectura no siguiera siendo el mismo. De ahí que el buen lector ha de exigirse pasión en lo que hace, atención al detalle, compromiso con su ejercicio: como el que va al gimnasio a entrenar de verdad, o como el que se acicala porque tiene una cita importante. Solo de esa forma podremos entender qué es lo que nos mueve a leer, o recordar por qué un día cogimos, por primera vez, un libro. Es como el primer amor, o el primer beso, que nos arrebatan pero se olvidan pronto. Toda esa máscara de intelectualidad, de sabiduría, de cultura, etc., no son nada si no hay un motivo real y sincero. Por tanto, ir a leer al WC es como leer literatura de mierda: lo importante, al final, acaba en el alcantarillado.
Un abrazo.



miércoles, 7 de octubre de 2020

CUENTOS COMPLETOS

 

 


 

 

Cuentos completos
Robert Louis Stevenson
 
      Ante un maestro solo cabe destocarse y aprender. Stevenson, de vida tan apabullante como sus propios textos, produjo obras de tal calibre que sería difícil encontrar una obra vital de semejante calidad. Impresiona la manera en que se lanza a dibujar personajes que miran a la muerte a la cara. La muerte está presente constantemente en sus historias: a través de la maldad o de la fatalidad que supone un destino ineludible.
    Su forma de construir cuentos semeja a la manera en que Dickens o Galdós lo hacen con su novelística. Los personajes pululan de cuento en cuento y los relatos se entrelazan, en ocasiones, como si fueran capítulos de una misma historia. El lector encontrará, además, una sensación de elegante zozobra que diseña perfiles melancólicos, dramáticos y románticos. El paisaje de las ciudades se vincula, también, con el de la naturaleza abierta, con la esperanza de la presencia del mar, las costas, los viajes y, por tanto, la sensación de un mundo abierto y prolongado más allá de los rincones habituales de la cotidianidad. 
    No me dedico a recomendar obras porque sí, sino porque antes las he leído, por supuesto, aunque, además, intento transmitir en cada artículo las pequeñas sensaciones y nociones de una revelación aún mayor, que solo llegará al lector mediante la experiencia directa de la percepción fenomenológica. Cada cual podrá sacar sus propias conclusiones. Lo que sí puedo decir, sin temor a equivocarme, es que Stevenson transmite al papel la pasión de su propia intensidad interior. Solo leyendo su biografía podemos comprender, en parte, de qué se trata esto.
    Leer La isla del tesoro, por ejemplo, de la que ya hemos hablado en este blog, es una materia imprescindible para todo buen lector. Además, si sumamos la historia de Jekyll y Hyde, universalmente conocida e incluida en estos cuentos, podemos completar el marco de una forma de hacer arte con palabras inconfundible.
    Dice la leyenda que Robert escribía solo cuando estaba borracho, como un Mr. Hyde particular que asesina con el verbo. Lo importante es enfrentarse al horror de forma directa, como hizo un día Dorian Gray frente al espejo, y descubrir qué esconde una mirada atormentada. 
    Volvamos al maestro de cuando en cuando y descubramos qué ocurre cuando se roba la joya del Rajá, cuando se ama hasta la muerte, cuando el ansia de saber lleva al precipicio, cuando se vive hasta el límite.
Un abrazo. 

MIENTRAS AGONIZO

  Mientras agonizo William Faulkner          Cada vez que encuentro una obra de Faulkner en cualquier tienda de segunda mano, mercadillo, o...