Matando dinosaurios con tirachinas
PEDRO MAESTRE
Inauguramos esta bonita sección, llamada "Cajón desastre", donde vamos a incluir obras que, en mi opinión, son como piedras en el camino. Yo ya he tropezado con ellas, así que te recomiendo evitarlas. Se trata de obras que, por una razón u otra, suponen un pequeño-gran despropósito, un intento fallido de literatura. Leerlas fue, para mí, una pérdida absoluta de tiempo y una decepción risible. Sin embargo, para aquellos que buscan ejemplos raros, exclusivos, la serie B de las letras, puede tener su encanto y, en este caso, no solo las recomiendo sino que, encarecidamente, las indico como rara avis.
Me da mucho gusto comenzar con, nada menos, que un ganador del premio Nadal (para que veáis el nivel, ojito). Una novela, relato, cuento o ¡vaya usted a saber! que se inventó este filólogo joven, y con pintas de estudioso, y que alcanzó un éxito que, después, lógicamente, no se ha corroborado. Los experimentos, a veces, es mejor hacerlos con gaseosa. No es por nada, crean una sensación de extrañeza, de enajenación, que puede ser muy espectacular pero que, una vez que el gas se disipa, se quedan en aguachirri. En general, nunca he creído en los formalismos de por sí. Si vas a crear un texto que se centre en la forma, en la palabra, procura, entonces, que esta tenga suficiente valor para olvidar el contenido. De lo contrario, se queda en una acumulación vacía de maquillaje. Y no es que no llame la atención eso de eliminar toda puntuación de un texto tan largo, o de intentar re-crear la sintaxis del español como si pudiéramos re-inventar el lenguaje completo de un solo golpe de vista, pero la pretensión tiene que estar sustentada en la fundamentación.
No es el caso. Maestre ganó un importante premio español (cada vez más desprestigiado) por su originalidad, tal vez, pero convirtió el género novelístico en una comida sin sal, en una bebida laxante, en un camino sin cruces. El propio título, de un postmodernismo hasta gracioso, parecería hacer referencia a una época en la que el individuo ha superado los tics de esa modernidad, autoafirmándose en su madurez, que no es sino una pérdida del sentido común y de la lógica, tanto tiempo buscados. Da la impresión de que el autor quiere escandalizar al mundo, o al lector, convirtiéndole en partícipe de sus ensoñaciones creativas (lo cual no es malo, es más, tiene todo el sentido del mundo), aunque (me da la impresión), estas no son sino elucubraciones de un niño malo, que juega con la filología.
La palabra tiene un valor, un peso, pero cuando se construye sobre sí, sin olvidar que, al final, la piedra es piedra, y la arenisca, aunque tome mil formas, es desmembrable. Al fin y al cabo, para ser un formalista o un esteticista, hay que, primero, pasar por lo pecuniario, por el sustento diario, por la cotidianidad del escritor de esquina. Querer llegar al final de la escalera, olvidando peldaños, es un ejercicio de funambulista que, tarde o temprano, acabará en caída. Y las lesiones de espalda tardan mucho tiempo en curarse. Son muy jodidas.
Un abrazo.